Los
retos de la izquierda
Mario Salvatierra
Saru
31 de julio de 2013
Si nos
atenemos a su dimensión temporal, advertimos dos clases de
crisis: una, a medio-largo plazo: la crisis sistémica
del capitalismo tardío (el salto del modelo
fordista-keynesiano al nuevo capitalismo financiero de casino y, a la par, la lúgubre
perspectiva del calentamiento planetario adobada con el agotamiento ecológico-energético);
otra, a corto plazo: la llegada de la "gran desigualdad". Ninguna de
las dos encuentra en su camino una respuesta certera por parte de la izquierda.
En cambio, la contundencia de la ortodoxia neoliberal desembucha día
a día la verdadera misión
de su catequesis: adoctrinar a una población desolada en que "no hay otra
salida". Así de categórico
se manifiesta, por ejemplo, Juergen Donges, asesor económico
de Ángela Merkel, cuando sostiene que
"en Europa debiéramos aprovechar la crisis para
limpiar nuestras casas" (El País,
28/07/2013). La limpieza consiste, obviamente, en que durante este año
los contribuyentes españoles aporten a fondo perdido a las
cajas nacionalizadas la bicoca de 36.196 millones de euros, la tasa de
desempleo aumente hasta alcanzar cotas intolerables, el incremento de la
precariedad laboral sea el carburante de la productividad, el mantenimiento del
poder adquisitivo de las pensiones la carcoma del sistema, etc.,etc. Y,
mientras tanto, una izquierda que desespera en la protesta y declina en las
propuestas.
A lo
anterior, hemos de añadirle que el principal lubricante de
nuestra edad dorada de crecimiento económico fue la corrupción.
De golpe y porrazo, hemos constatado que el funcionamiento de nuestra economía
de mercado no se debía únicamente
a la libre competencia sino fundamentalmente al engrase de la corrupción.
Siempre fue así pero esta vez se ha vuelto evidente
para todos. Capitalismo y corrupción engarzan el cordón
del "progreso económico".
Un
analista puede conformarse con la descripción
del diagnóstico; sin embargo, un político,
no: tiene que ofrecer salidas. Es más, no puede afirmar que la crisis es
irremediable porque la política es la antítesis
de la fatalidad y no trata con dilemas irresolubles sino con problemas que
tienen solución. Por otra parte, hay algo seguro:
desde sus orígenes el capitalismo ha resuelto sus
crisis (contradicciones) siempre por el mismo lado: la competencia por la
acumulación del beneficio aunque sea a costa de
sacrificar a gran parte de la población.
Si ahora
nos centramos en la particularidad española, además
de padecer una crisis económica aguda, galopamos sobre los
temblores de la unidad territorial y la pendiente de la continuidad de la
monarquía. Estos dos últimos
problemas son específicos de España
y, por tanto, están a nuestro alcance arreglarlos.
Respecto a
la estructura territorial del Estado, pienso que la izquierda, en sus diversas
vertientes, debe combatir al nacionalismo excluyente y secesionista, no sólo
porque la vía independentista enmascara la
fragmentación social que está
propiciando el modelo económico neoliberal, sino también
porque los postulados del nacionalismo se hacen trizas ante los retos de la
globalización. La vía
nacionalista es emoción identitaria para hoy y hambre para
mañana. España
es un Estado-nación plural, es decir, un Estado
compuesto por distintas naciones culturales que exigen un claro reconocimiento
de sus hechos diferenciales. Es perfectamente asumible mantener que España
es un Estado plurinacional sin por
ello pretender que las naciones culturales tengan que convertirse
necesariamente en Estados. El paso de la nación
cultural a la nación política,
según los nacionalistas, implica la
constitución de un Estado. El Estado plurinacional no es de suyo una
pluralidad de Estados. ¿Acaso
es un oxímoron un Estado compuesto por varias
naciones? Es una contrariedad porque complica las cosas pero no es una
contradicción porque se puede resolver. Depende
de la voluntad política.
Para los
nacionalistas es ineludible que a cada Estado ha de corresponderle una única
nación y a cada nación
un Estado único. En cambio, para la izquierda no
es contradictorio afirmar que España es una nación de naciones
siempre y cuando no confundamos este concepto con el modelo pluriestatal. España
no es ni ha sido nunca una conjunción de Estados ni tampoco una
confederación de Estados. Frente a la apuesta de
los nacionalismos, sea periférico o españolista,
la izquierda tiene que fomentar la salida federalista. Y dada la diversidad de
los pueblos que componen España hay que distinguir el federalismo uninacional, como son los casos de
EE.UU. y Alemania, del federalismo plurinacional.
En consecuencia, un Estado plurinacional
no es igual a pluriestatal y una nación de naciones
no es lo mismo que una confederación
de naciones. Si queremos impedir que la fractura identitaria acabe en
un choque frontal entre nacionalismos irreconciliables, entonces tendremos que
convenir que el proyecto del federalismo
plurinacional, si bien no es la panacea de todos los males, es el que mejor
se ajusta a la realidad española. Sólo
una izquierda sumisa al nacionalismo frustra, por una parte, el reconocimiento
de la diversidad nacional dentro de la frontera interior de España
y, por otra, elude la confrontación dialéctica
con la corriente independentista. En el primer caso, nos encontramos con una
izquierda dócil ante los planteamientos del
nacionalismo españolista y, en el segundo, con una
izquierda subordinada a los nacionalismos periféricos.
Desgraciadamente, ambas posiciones se prestan a poner en segundo plano el
verdadero problema nacional: el progresivo aumento de la desigualdad
interterritorial y la creciente fractura social intraterritorial.
El unionismo catalanista, vasquista o españolista
forman parte del problema y no de la solución.
A estos diversos modos de unionismo tenemos que contraponerle el federalismo.
El problema reside en que en las filas de la izquierda no ha cuajado la idea de
España como nación
de naciones. Cataluña, Galicia y Euskadi no son sólo
regiones, son algo más que una mera delimitación
territorial. Tienen voluntad de ser nación y, desde el punto de vista político,
reúnen las características
para serlo. ¿Por qué
negar lo que es un hecho? La negación alimenta al nacionalismo, lo
fortalece. Incrementa el víctimismo nacionalista hasta el
extremo de generar un sentimiento de rechazo y de fijar como remedio la
constitución de un Estado propio, es decir,
independiente. Para salir de esta espiral perniciosa es indispensable aceptar
el derecho a la diferencia, con todo lo que ello implica. Pero siempre dejando
claro que el derecho a la diferencia jamás puede ser equivalente a diferencia
de derechos. Nada atenta tanto contra la equidad como el privilegio, pues donde
acampan privilegios mora la injusticia. Por todo ello, si realmente queremos
erradicar del suelo español los agravios territoriales,
tendremos que revisar los mecanismos de negociación
del cupo vasco y del convenio económico navarro. No cabe la menor duda
de que la foralidad otorga al País Vasco y a Navarra un muy ventajoso
régimen
de financiación con relación
al resto de las comunidades autónomas. A estas alturas ya no puede
funcionar el chantaje de los nacionalistas vascos en virtud del cual vienen a
decir: "Estamos en España porque habéis
aceptado el Concierto y lo que del mismo se deriva. Si se modifican las
condiciones, entonces rompemos la baraja".
Precisemos. Desde una posición
federalista la revisión del cupo y del convenio no quiere
decir la anulación de la Disposición
adicional primera de nuestra Carta Magna según
la cual "la Constitución ampara y respeta los derechos históricos
de los territorios forales", sino de lo que se trata es que tanto Euskadi
como Navarra, en virtud de su especificidad histórica,
no obtengan privilegios económicos y, en consecuencia, contribuyan
a la solidaridad interterritorial como cualquier otra comunidad autónoma.
Lo cual es perfectamente compatible con el Concierto. Únicamente
hay que introducir en la negociación del cupo y del convenio las
correcciones pertinentes para que Euskadi y Navarra no obtengan ventajas
respecto al resto de las comunidades. De esta manera no daremos pie a que ni el
víctimismo
ni el egoísmo ventajista forjen sentimientos de
antipatía entre los españoles
y a que la monserga nacionalista recabe crédito popular. Una vez corregidas las
anomalías de las reglas de negociación
del Cupo vasco y del Convenio navarro, el nacionalismo catalán
estará obligado a mermar el azote
independentista. El seny (sensatez)
se impondrá a la rauxa (arrebato).
El declive
de la monarquía borbónica
es imparable. Ni la revista Hola
puede legitimar las últimas peripecias del Monarca en África,
sus aventuras amorosas y menos aún puede justificar el portentoso
enriquecimiento de su yerno Iñaki Urdangarin y la soterrada
complicidad de su hija Cristina. Si no toleramos los privilegios territoriales,
¿cómo
vamos a admitir los privilegios de una familia? El artículo
56. 3. ("La persona del Rey es inviolable y no está
sujeta a responsabilidad") es insostenible en una democracia que aspira a
que el valor de la igualdad sea el nexo central que garantice la neutralidad e
imparcialidad de los poderes públicos. El hecho de que los actos del
Rey tengan que estar refrendados, en última instancia, por el Presidente
del Gobierno (Artículo 64. 1.) no es sino doblegar el
poder Ejecutivo, elegido democráticamente, a una instancia superior cuya
única
fuente de legitimación es la herencia. Por mucho que Juan
Carlos I de Borbón se haya ocupado de que la
democracia española no descarrilara en el golpe del
23 de febrero de 1981, ello no justifica la continuidad de la monarquía.
La noción de "dinastía"
es una antigualla de siglos pasados.
Ahora
bien, suponer que la República solventará
por sí misma las costosas consecuencias de
la actual crisis económica es mucho imaginar. El ascenso de
la República no es sino rebajar un peldaño
menos, desde la estricta formalidad política, el dominio de los privilegios.
El verdadero flajelo social es el imperio de la desregularización
económica, la globalización
del capital financiero sin ninguna clase de control político.
Ello provoca, por ejemplo, que el Capítulo III del Título
I de nuestra Carta Magna, el cual desarrolla los principios rectores de nuestra
economía social de merado,
se evapore en una palabrería fatua digna de una chirigota
gaditana. No hay libertad humana sin un control político
de la economía.
Pero he
aquí una cuestión
radical: políticas (y políticos)
que renuncian a intervenir en la esfera económica
como si ésta, por sí
misma, salvaguardara los derechos económicos y sociales de los trabajadores.
No hay derecho que no sea fruto de una lucha. La fuente histórica
del derecho es la fuerza y la garantía del mismo también
es la fuerza. No hay derecho caído del cielo como tampoco el imperio
del derecho se sostiene sin una fuerza. Por consiguiente, la amenaza de la pérdida
de derechos tiene que encontrar una resistencia proporcional a la fuerza que
pretende derrumbarlos. Esta es la "contundencia" que le falta a la
izquierda y, por tanto, para contrarrestar el implacable vigor del
neoliberalismo, tiene que centrar su energía en el combate por la justicia social.
No nos despistemos: nuestra causa es la igualdad y la emancipación
de la clase trabajadora, habite ésta donde habite.
¿Compartirán
estas premisas los socialdemócratas del Norte de Europa? ¿O
tratarán de esquivar la argumentación
a través de la osada artimaña
de responsabilizarnos de nuestras propias desgracias? Ya lo han hecho con
Grecia, Portugal y Chipre, ¿por qué
no con nosotros? Una socialdemocracia incapaz de superar los egoísmos
nacionales, que en definitiva responden a los intereses de sus respectivas
burguesías territoriales, ha perdido su
sentido global para terminar columpiándose en la placidez de la dulce barbarie: "sálvese
quien pueda". Si la socialdemocracia no quiere perder su razón
de ser, esta vez sí tiene que saltar sobre sus fronteras
nacionales. Y otro tanto ocurre con los sindicatos de clase europeos. Preservar
lo poco que nos queda dentro de nuestras fronteras nacionales cuando el ataque
es global no es sino alistarse al ejército de la derrota, pues a medio y
largo plazo acabaremos cautivos en el presidio de la barbarie. Y esta vez sin
matices.
El reto de
la izquierda, sea española o europea, consiste en no dejarse
atrapar por la antorcha de los nacionalismos. La luz de esa antorcha puede ser
fuerte o débil, pero nunca suplirá
la luz solar: el hombre del hombre es
hermano...