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miércoles, 29 de mayo de 2013

La educación que queremos


Mario Salvatierra  27 de mayo de 2013

En estos momentos el PP ha llevado al congreso de los diputados un nuevo proyecto de ley educativa, la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE). En la segunda legislatura de Aznar, también la derecha española promulgó una Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE). Si antes hablaban a secas de "calidad" de la educación, como si tal cualidad no existiera en el sistema educativo o estuviera absolutamente en último plano, ahora hablan de "mejora" de la calidad, es decir, reconocen que hay "algo" de calidad pero que hay que mejorarla. En resumen, el PP parte de la idea de que los proyectos socialistas (sea con la LOGSE, sea con la LOE) han desatendido los valores del mérito y del esfuerzo. Dos son las razones, según ellos, que avalan sus estimaciones: una, que los Informes PISA nos alertan de la mediocridad del propio sistema educativo español dado sus bajos resultados respecto a los indicadores europeos y, otra, que las elevadas cifras de repetidores, fracaso y abandono escolar nos obligan a dar un cambio de rumbo. Dicho en términos políticos, que la preeminencia del valor de la igualdad de los socialistas ha resultado nefasto para la calidad de la educación. Así como la promoción de la sanidad universal y gratuita ha derivado en un empeoramiento en la calidad de los servicios sanitarios, la extensión de la educación obligatoria, según ellos, ha promovido una merma de la calidad educativa. En el fondo, subyace el convencimiento de que el precio a pagar por la equidad es renunciar a la calidad y de que si queremos garantizar realmente la igualdad de oportunidades en el ámbito educativo, entonces prescindimos del valor del esfuerzo.

La educación es un derecho y, como tal, tiene que garantizarse a todos los ciudadanos. ¿Ha sido o no un logro de la LOGSE implantar la educación obligatoria hasta los 16 años?. Antes los chicos y las chicas podían abandonar la escuela a los 14 años de edad, es decir, ni el BUP ni el COU eran etapas obligatorias. En consecuencia, en estas etapas educativas las aulas eran menos numerosas, el alumnado más homogéneo y, en la mayoría de los casos, ambas etapas eran comprendidas como un medio para acceder a la universidad ya que la formación profesional carecía de un amplio reconocimiento social. Reflejo de estas circunstancias era que en la F.P. no existían oposiciones al cuerpo de "catedráticos" en el personal docente.

A partir de la LOGSE la enseñanza es obligatoria hasta los 16 años y ello significa que, por un lado, la mayor extensión de la escolaridad ofrece más probabilidades de riesgo de fracaso escolar (estudiantes que no consiguen obtener el título de la ESO) y, por otro, que el criterio de promoción escolar no puede ser totalmente selectivo y meritocrático. Ello no quiere decir que, por principio, el progreso escolar fuese ajeno a la calidad de la enseñanza, sino que si establecemos la "obligatoriedad" nadie puede quedarse "fuera" del sistema educativo. Las enseñanzas obligatorias requieren un modelo educativo inclusivo y no excluyente en el que todos los alumnos, aunque partan de unas condiciones iniciales desiguales, puedan llegar poseer las mismas competencias académicas básicas. Los objetivos de las enseñanzas obligatorias no pueden ser los mismos que los de las no obligatorias. En éstas juegan un papel esencial el mérito y la selección del alumnado. Precisamente por ser voluntarias el Estado no tiene la obligación de que nadie quede "fuera". La no obligatoriedad resalta una característica primordial de esta etapa educativa: es el alumnado quien "decide" continuar con un estudio de grado superior y, por tanto, hay un depósito en ellos/as de mayor "responsabilidad" sobre sus resultados académicos y una mayor "competencia académica" según las evaluaciones anuales. Es decir, los valores del mérito y de selección cobran mucho más peso en las etapas post-obligatorias.

La confusión se origina cuando inicuamente se mezclan los principios que deben guiar la enseñanza obligatoria con los de la no obligatoria y perversamente se quieren aplicar éstos en las enseñanzas básicas. El modelo educativo en las etapas obligatorias no debe ni puede ser aristocrático. El Estado tiene que garantizar un modelo de escuela para todos, no solo para los mejores. Por ello es un dislate pedagógico pretender separar a los alumnos en edades tan tempranas según sean sus resultados en las evaluaciones. La obsesión por las evaluaciones no es sino la obsesión por la segregación.

La educación obligatoria es un valor en sí, no es un valor meramente instrumental: que sirve para otra cosa. Y si es un valor en sí, entonces el sistema educativo básico no debe beneficiar a unos más que a otros. Es un derecho igual para todos, no un bien para unos pocos y, por consiguiente, introducir el modelo de mercado en esta esfera educativa constituye una verdadera aberración. Si en esta etapa educativa introducimos el modelo de competencia del mercado, entonces los centros se articularán esencialmente según criterios económicos, donde inexorablemente habrá unos ganadores y otros perdedores. Como en el mercado no todos tenemos las mismas posibilidades de comprar el mismo producto por el mismo precio, tampoco habrá las mismas posibilidades materiales de elección de centros. A unos irán los más ricos y listos y a otros, que serán mayoría, los más pobres y con menos bagaje cultural. De manera que en vez de compensar las desventajas económicas, sociales y culturales, la escuela servirá para acentuar aún más la brecha social. Y en lugar de garantizar realmente la igualdad de oportunidades y la libertad de elección de los padres, los centros educativos se transformarán en una oportunidad para la desigualdad y en agencias de reproducción del estatus social.

Si queremos que la escuela sea verdaderamente equitativa, hemos de erradicar el concepto de competencia económica de la institución educativa. Una escuela equitativa nos exige tratar de un modo igual a los iguales y de un modo desigual a los desiguales. La mejora de la calidad en la educación no debe pasar ni por reducir el período de escolarización obligatoria, ni por establecer un ranking entre centros, ni por la segregación del alumnado creando itinerarios en edades tan tempranas, ni por la dualizar las aulas de un mismo centro entre alumnos listos y torpes y menos todavía por aplicar los criterios de promoción y selección de las enseñanzas post-obligatorias en las obligatorias.

La mejora de la calidad en la educación se articula mediante una atención específica a la diversidad, la educación compensatoria, los desdobles, las clases de refuerzo, etc. Y para ello es innecesario implantar un mecanismo de evaluaciones como el programado en la LOMCE, sino que es mucho más relevante diseñar el curriculo teniendo en cuenta la diversidad del alumnado. Asimismo, es mucho más importante centrarse en corregir los vicios implícitos producidos por la constitución de una doble red de centros que enfocar el tema desde la perspectiva de la "eficiencia". Es hora de que las instituciones públicas enfaticen el carácter "subsidiario" de los centros concertados y de que éstos, a su vez, acaben por asumir la completa gratuidad de la enseñanza obligatoria y revisen cómo aplican de hecho los criterios de admisión de alumnos.

Por otra parte, la escuela es el ámbito de la ciencia, del saber racional y de la laicidad. La institución escolar no debe servir de instrumento a los distintos credos religiosos. Una cosa es la enseñanza de la religión y otra bien distinta es impartir clases de religión confesional. La fe no debe evaluarse, la fe es un don y como tal está más allá o más acá de cualquier evaluación. Lamentablemente, la Conferencia Episcopal Española durante todos estos años ha mantenido una absoluta intransigencia con el valor de la laicidad y difícilmente una institución que no acaba de aceptar la realidad social del proceso de secularización puede asimilar que el ámbito del credo religioso no es la escuela. En definitiva, una vez más comprobamos que la LOMCE pone en manifiesto que el fracaso de todo intento de consenso en la educación está íntimamente ligado al papel que ha jugado la Iglesia Católica española. El fundamentalismo de la fe impide que podamos abordar el papel de la laicidad en la escuela y la extensión de la escuela confesional concertada constantemente cuestiona el ideario de libertad de cátedra. Ambas circunstancias nos exigen que volvamos a reflexionar cuál es el papel del Estado en la educación. Es tiempo de defender el papel prioritario del Estado en la escuela, de conjugar calidad y equidad en la educación obligatoria sin que ello signifique segregar al alumnado por sus condiciones sociales, económicas, culturales e intelectuales y, sobre todo, que los valores democráticos vertebren la gestión de los centros y los de racionalidad, laicidad y exigencia científica articulen los criterios académicos. 

 A su vez, nada de ello es posible si no se cuenta con la implicación de los docentes. Es imprescindible y urgente elaborar un Estatuto del Docente porque, de lo contrario, su función profesional queda al albur de las apreciaciones o depreciaciones de turno y sujeta a cuantas manipulaciones valorativas se quieran hacer de ella.

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