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jueves, 1 de agosto de 2013

Los retos de la Izquierda

Los retos de la izquierda
Mario Salvatierra Saru
31 de julio de 2013

           
            Si nos atenemos a su dimensión temporal, advertimos dos clases de crisis: una, a medio-largo plazo: la crisis sistémica del capitalismo tardío (el salto del modelo fordista-keynesiano al nuevo capitalismo financiero de casino y, a la par, la lúgubre perspectiva del calentamiento planetario adobada con el agotamiento ecológico-energético); otra, a corto plazo: la llegada de la "gran desigualdad". Ninguna de las dos encuentra en su camino una respuesta certera por parte de la izquierda. En cambio, la contundencia de la ortodoxia neoliberal desembucha día a día la verdadera misión de su catequesis: adoctrinar a una población desolada en que "no hay otra salida". Así de categórico se manifiesta, por ejemplo, Juergen Donges, asesor económico de Ángela Merkel, cuando sostiene que "en Europa debiéramos aprovechar la crisis para limpiar nuestras casas" (El País, 28/07/2013). La limpieza consiste, obviamente, en que durante este año los contribuyentes españoles aporten a fondo perdido a las cajas nacionalizadas la bicoca de 36.196 millones de euros, la tasa de desempleo aumente hasta alcanzar cotas intolerables, el incremento de la precariedad laboral sea el carburante de la productividad, el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones la carcoma del sistema, etc.,etc. Y, mientras tanto, una izquierda que desespera en la protesta y declina en las propuestas.

            A lo anterior, hemos de añadirle que el principal lubricante de nuestra edad dorada de crecimiento económico fue la corrupción. De golpe y porrazo, hemos constatado que el funcionamiento de nuestra economía de mercado no se debía únicamente a la libre competencia sino fundamentalmente al engrase de la corrupción. Siempre fue así pero esta vez se ha vuelto evidente para todos. Capitalismo y corrupción engarzan el cordón del "progreso económico".

            Un analista puede conformarse con la descripción del diagnóstico; sin embargo, un político, no: tiene que ofrecer salidas. Es más, no puede afirmar que la crisis es irremediable porque la política es la antítesis de la fatalidad y no trata con dilemas irresolubles sino con problemas que tienen solución. Por otra parte, hay algo seguro: desde sus orígenes el capitalismo ha resuelto sus crisis (contradicciones) siempre por el mismo lado: la competencia por la acumulación del beneficio aunque sea a costa de sacrificar a gran parte de la población.

            Si ahora nos centramos en la particularidad española, además de padecer una crisis económica aguda, galopamos sobre los temblores de la unidad territorial y la pendiente de la continuidad de la monarquía. Estos dos últimos problemas son específicos de España y, por tanto, están a nuestro alcance arreglarlos.

            Respecto a la estructura territorial del Estado, pienso que la izquierda, en sus diversas vertientes, debe combatir al nacionalismo excluyente y secesionista, no sólo porque la vía independentista enmascara la fragmentación social que está propiciando el modelo económico neoliberal, sino también porque los postulados del nacionalismo se hacen trizas ante los retos de la globalización. La vía nacionalista es emoción identitaria para hoy y hambre para mañana. España es un Estado-nación plural, es decir, un Estado compuesto por distintas naciones culturales que exigen un claro reconocimiento de sus hechos diferenciales. Es perfectamente asumible mantener que España es un Estado plurinacional sin por ello pretender que las naciones culturales tengan que convertirse necesariamente en Estados. El paso de la nación cultural a la nación política, según los nacionalistas, implica la constitución de un Estado. El Estado plurinacional no es de suyo una pluralidad de Estados. ¿Acaso es un oxímoron un Estado compuesto por varias naciones? Es una contrariedad porque complica las cosas pero no es una contradicción porque se puede resolver. Depende de la voluntad política.

            Para los nacionalistas es ineludible que a cada Estado ha de corresponderle una única nación y a cada nación un Estado único. En cambio, para la izquierda no es contradictorio afirmar que España es una nación de naciones siempre y cuando no confundamos este concepto con el modelo pluriestatal. España no es ni ha sido nunca una conjunción de Estados ni tampoco una confederación de Estados. Frente a la apuesta de los nacionalismos, sea periférico o españolista, la izquierda tiene que fomentar la salida federalista. Y dada la diversidad de los pueblos que componen España hay que distinguir el federalismo uninacional, como son los casos de EE.UU. y Alemania, del federalismo plurinacional. En consecuencia, un Estado plurinacional no es igual a pluriestatal y una nación de naciones no es lo mismo que una confederación de naciones. Si queremos impedir que la fractura identitaria acabe en un choque frontal entre nacionalismos irreconciliables, entonces tendremos que convenir que el proyecto del federalismo plurinacional, si bien no es la panacea de todos los males, es el que mejor se ajusta a la realidad española. Sólo una izquierda sumisa al nacionalismo frustra, por una parte, el reconocimiento de la diversidad nacional dentro de la frontera interior de España y, por otra, elude la confrontación dialéctica con la corriente independentista. En el primer caso, nos encontramos con una izquierda dócil ante los planteamientos del nacionalismo españolista y, en el segundo, con una izquierda subordinada a los nacionalismos periféricos. Desgraciadamente, ambas posiciones se prestan a poner en segundo plano el verdadero problema nacional: el progresivo aumento de la desigualdad interterritorial y la creciente fractura social intraterritorial.

            El unionismo catalanista, vasquista o españolista forman parte del problema y no de la solución. A estos diversos modos de unionismo tenemos que contraponerle el federalismo. El problema reside en que en las filas de la izquierda no ha cuajado la idea de España como nación de naciones. Cataluña, Galicia y Euskadi no son sólo regiones, son algo más que una mera delimitación territorial. Tienen voluntad de ser nación y, desde el punto de vista político, reúnen las características para serlo. ¿Por qué negar lo que es un hecho? La negación alimenta al nacionalismo, lo fortalece. Incrementa el víctimismo nacionalista hasta el extremo de generar un sentimiento de rechazo y de fijar como remedio la constitución de un Estado propio, es decir, independiente. Para salir de esta espiral perniciosa es indispensable aceptar el derecho a la diferencia, con todo lo que ello implica. Pero siempre dejando claro que el derecho a la diferencia jamás puede ser equivalente a diferencia de derechos. Nada atenta tanto contra la equidad como el privilegio, pues donde acampan privilegios mora la injusticia. Por todo ello, si realmente queremos erradicar del suelo español los agravios territoriales, tendremos que revisar los mecanismos de negociación del cupo vasco y del convenio económico navarro. No cabe la menor duda de que la foralidad otorga al País Vasco y a Navarra un muy ventajoso régimen de financiación con relación al resto de las comunidades autónomas. A estas alturas ya no puede funcionar el chantaje de los nacionalistas vascos en virtud del cual vienen a decir: "Estamos en España porque habéis aceptado el Concierto y lo que del mismo se deriva. Si se modifican las condiciones, entonces rompemos la baraja".

            Precisemos. Desde una posición federalista la revisión del cupo y del convenio no quiere decir la anulación de la Disposición adicional primera de nuestra Carta Magna según la cual "la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales", sino de lo que se trata es que tanto Euskadi como Navarra, en virtud de su especificidad histórica, no obtengan privilegios económicos y, en consecuencia, contribuyan a la solidaridad interterritorial como cualquier otra comunidad autónoma. Lo cual es perfectamente compatible con el Concierto. Únicamente hay que introducir en la negociación del cupo y del convenio las correcciones pertinentes para que Euskadi y Navarra no obtengan ventajas respecto al resto de las comunidades. De esta manera no daremos pie a que ni el víctimismo ni el egoísmo ventajista forjen sentimientos de antipatía entre los españoles y a que la monserga nacionalista recabe crédito popular. Una vez corregidas las anomalías de las reglas de negociación del Cupo vasco y del Convenio navarro, el nacionalismo catalán estará obligado a mermar el azote independentista. El seny (sensatez) se impondrá a la rauxa (arrebato).

            El declive de la monarquía borbónica es imparable. Ni la revista Hola puede legitimar las últimas peripecias del Monarca en África, sus aventuras amorosas y menos aún puede justificar el portentoso enriquecimiento de su yerno Iñaki Urdangarin y la soterrada complicidad de su hija Cristina. Si no toleramos los privilegios territoriales, ¿cómo vamos a admitir los privilegios de una familia? El artículo 56. 3. ("La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad") es insostenible en una democracia que aspira a que el valor de la igualdad sea el nexo central que garantice la neutralidad e imparcialidad de los poderes públicos. El hecho de que los actos del Rey tengan que estar refrendados, en última instancia, por el Presidente del Gobierno (Artículo 64. 1.) no es sino doblegar el poder Ejecutivo, elegido democráticamente, a una instancia superior cuya única fuente de legitimación es la herencia. Por mucho que Juan Carlos I de Borbón se haya ocupado de que la democracia española no descarrilara en el golpe del 23 de febrero de 1981, ello no justifica la continuidad de la monarquía. La noción de "dinastía" es una antigualla de siglos pasados.

            Ahora bien, suponer que la República solventará por sí misma las costosas consecuencias de la actual crisis económica es mucho imaginar. El ascenso de la República no es sino rebajar un peldaño menos, desde la estricta formalidad política, el dominio de los privilegios. El verdadero flajelo social es el imperio de la desregularización económica, la globalización del capital financiero sin ninguna clase de control político. Ello provoca, por ejemplo, que el Capítulo III del Título I de nuestra Carta Magna, el cual desarrolla los principios rectores de nuestra economía social de merado, se evapore en una palabrería fatua digna de una chirigota gaditana. No hay libertad humana sin un control político de la economía.

            Pero he aquí una cuestión radical: políticas (y políticos) que renuncian a intervenir en la esfera económica como si ésta, por sí misma, salvaguardara los derechos económicos y sociales de los trabajadores. No hay derecho que no sea fruto de una lucha. La fuente histórica del derecho es la fuerza y la garantía del mismo también es la fuerza. No hay derecho caído del cielo como tampoco el imperio del derecho se sostiene sin una fuerza. Por consiguiente, la amenaza de la pérdida de derechos tiene que encontrar una resistencia proporcional a la fuerza que pretende derrumbarlos. Esta es la "contundencia" que le falta a la izquierda y, por tanto, para contrarrestar el implacable vigor del neoliberalismo, tiene que centrar su energía en el combate por la justicia social. No nos despistemos: nuestra causa es la igualdad y la emancipación de la clase trabajadora, habite ésta donde habite.

            ¿Compartirán estas premisas los socialdemócratas del Norte de Europa? ¿O tratarán de esquivar la argumentación a través de la osada artimaña de responsabilizarnos de nuestras propias desgracias? Ya lo han hecho con Grecia, Portugal y Chipre, ¿por qué no con nosotros? Una socialdemocracia incapaz de superar los egoísmos nacionales, que en definitiva responden a los intereses de sus respectivas burguesías territoriales, ha perdido su sentido global para terminar columpiándose en la placidez de la dulce barbarie: "sálvese quien pueda". Si la socialdemocracia no quiere perder su razón de ser, esta vez sí tiene que saltar sobre sus fronteras nacionales. Y otro tanto ocurre con los sindicatos de clase europeos. Preservar lo poco que nos queda dentro de nuestras fronteras nacionales cuando el ataque es global no es sino alistarse al ejército de la derrota, pues a medio y largo plazo acabaremos cautivos en el presidio de la barbarie. Y esta vez sin matices.


            El reto de la izquierda, sea española o europea, consiste en no dejarse atrapar por la antorcha de los nacionalismos. La luz de esa antorcha puede ser fuerte o débil, pero nunca suplirá la luz solar: el hombre del hombre es hermano...